jueves, 15 de marzo de 2018

Los Tibios

Cuenta la historia, que un emperador romano condenó al martirio a varios cristianos. Mientras se llevaba a cabo el espectáculo y la multitud gritaba sedienta de sangre, un soldado romano, vio que sobre la cabeza de los cristianos martirizados descendían coronas desde el cielo. Pero ocurrió que uno de los prisioneros no aguantó el martirio y abandonó la fe, siendo así perdonado por la autoridad. Para sorpresa del soldado, la corona que correspondía al apóstata continuaba, a pesar de que ya no estaba su destinatario. El soldado comprendió que había un lugar para alcanzar la gloria de Dios. Entonces sin dudarlo saltó a la arena y ocupó el lugar del que había abandonado. Hay momentos en la vida en que se exige de nosotros una definición, y que contrariamente a la mayoría de las situaciones, la cuestión se transforma en blanco o negro, si o no. Verdad o mentira, bien o mal. Todos tenemos claroscuros en nuestra existencia, debilidades, incongruencias entre lo que proclamamos con los labios y nuestra conducta. No siempre porque seamos hipócritas, sino muchas veces por debilidad. Pero hay momentos en los que tenemos que dejar atrás el miedo, nuestras contradicciones, porque está en juego algo muy importante: la Patria, nuestra familia, la vida. Es en esos momentos que no se admiten medias tintas. O estamos con el Bien, o somos testigos silenciosos del Mal, avalando con nuestra inacción, lo que no está bien. Este es el momento para ver qué valores gobiernan nuestro corazón. Hay algunos que han dicho que no están de acuerdo con el aborto libre y gratuito, pero que respetan el debate “democrático”. En realidad, no debiera debatirse nada, porque la vida no es una cuestión opinable: es un derecho tan elemental, que existe antes que la existencia del propio Estado; está por encima de su constitución, de las leyes humanas, porque es el mandato fundamental de nuestra especie: la supervivencia; y nadie ni ningún estado tiene el derecho de arrogarse la facultad de ponerlo en duda o suprimirlo. No se trata siquiera de una cuestión religiosa, sino de un instinto, de una fuerza esencial de todo ser humano, grabado en sus genes, mandato de la naturaleza. Lamento que alguno que se diga creyente tenga una actitud de “diálogo”, en donde la sola discusión de este derecho tan esencial que es la vida, pueda tornarse en opinable. Cuando asomaba nuestra adolescencia, escuché de la boca de un querido sacerdote, el Padre Bruno Ierullo, cuando nos daba catequesis en el Colegio San José, una Palabra cuyo alcance no terminamos de comprender acabadamente entonces, y que seguramente atribuimos al carácter calentón del curita que de lustrabotas en su Italia natal, había llegado a abrirse camino hasta consagrar su vida a Dios en nuestra tierra. Esa Palabra hoy me da miedo y proviene del Apocalipsis de San Juan: “Yo sé lo que vales: no eres ni frío ni caliente; ojalá fueras lo uno o lo otro. Desgraciadamente eres tibio, ni frío ni caliente, y por eso voy a vomitarte de mi boca.” (Libro del Apocalipsis Cap. 3,15-17).

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